Una mirada agridulce para el público no conocedor

Existen, definitivamente, muchas cosas que desconocemos, a pesar de que tenemos las fuentes al alcance de nuestros dedos. Podemos averiguarlo todo y saberlo todo, pero, ¿qué hace la diferencia con entenderlo?
Empatía. Esa que olvidamos excusándonos con un "yo no sabía".. Y la verdad es que hay algo de razón de eso, no podemos adivinar el cómo se siente alguien, aún ni cuando el rostro lo delata. No podemos saber contra qué ha estado luchando hoy, o la última semana, o el último año. Y es que hay verdad en eso: las luchas se llevan por dentro.
Lo que me lleva a preguntarme: ¿es eso excusa?
No lo sé, me gustaría encontrar una respuesta. Con el paso de este último par de años he ido entendiendo situaciones, situaciones que la mayoría están fuera de mi alcance, y que por más que he tratado de controlar, yo misma he sido la persona apática que solemos encontrarnos una o veinte veces en la vida. Y lamento haber sido eso. Por lo cuál trato de controlar juicios ligeros, evitar situaciones de conflictos y, lo más importante, ver desde el punto de vista del otro, lo cual es lo que menos solemos hacer.
Una de las formas en las que podemos empezar es informándonos. Toda información es buenísima, más si la utilizas para tratar de entender a tu prójimo, para tal vez ese día no ser inoportuno, o no ser hiriente o sólo quizás no juzgarlo a la ligera. Toda información es buena. La vida misma lo dice.
Y gracias al acceso de información puedo publicar un artículo que resume muy bien lo que, con difícil claridad, quise anticipar.
Espero puedan entender un poco más lo que conlleva esta condición y pueda ser entendida, no para mi beneficio, sino para otros conocidos suyos, que quizás sin ustedes saberlo, aquejan lo mismo que yo.

Ellas Opinan: Fibro-OGRO-mialgia. 2015.
Malasmadres
by Malasmadres

Si ser madre ya es duro cuando tienes una enfermedad todo se multiplica por mil. Leticia, malamadre de mellizos, nos cuenta cómo es su día a día padeciendo una dolencia, la fibromialgia, conocida pero de la que sabemos muy poco. Ella se supera día a día aunque asegura que hay veces que le dan ganas de salir huyendo a cualquier lugar para poder descansar. Dormir es su sueño. Hoy nos cuenta en Ellas Opinan cuando le diagnosticaron esta enfermedad y cómo hace para ganarle el pulso. 

Leticia:

Cuando nos dijeron a mi marido y a mí que difícilmente tendríamos hijos sin un empujoncito de la ciencia médica, yo ya estaba embarazada de mellizos, pero aún no lo sabía. En un mes escaso pasamos de “no podremos tener hijos” a “estoy embarazada” para finalizar en un “enhorabuena, son dos”. De cero a dos es toda una impresión, francamente. Pero no se acababan ahí las sorpresas. Me mentalicé para un embarazo difícil, una cesárea o un parto prematuro y unos niños chiquitines que precisarían incubadora. Me mentalicé para lo peor, tratando de estar preparada. Resultó un embarazo normal, sin una triste náusea, sin más molestia que el tremendo peso que ya cargaba desde el sexto mes (hay barriguitas, barrigas, barrigazas y luego estaba yo), con un parto vaginal estupendo, sin puntos de sutura y con dos cabestros de tres kilos doscientos y tres kilos trescientos. Obviamente, ni olieron las incubadoras. Aquellos dos no tan pequeños milagros estaban en casa, y su padre y yo empezamos esa carrera de obstáculos, alegrías, desesperaciones y experimentos varios llamada “paternidad”.

A los cinco meses de dar a luz me diagnosticaron fibromialgia. En realidad no fue una sorpresa, sino una confirmación. Había oído hablar de la enfermedad, aunque muy por encima, y varios amigos médicos me habían sugerido hacía ya tiempo que tenía que ser eso lo que me pasaba. 
¿Qué es la Fibromialgia? Las explicaciones científicas resultan un engorro tremendo de neurotransmisores, hormonas, glándulas, puntos látigo y un largo etcétera. En la red se puede encontrar todo y más sobre esta dolencia. Mi explicación es mucho más sencilla:
Imagina que sales al campo, a hacer senderismo. Caminas todo el día, unos treinta kilómetros, con un calzado no demasiado bueno, cargando una mochila muy pesada y, encima, soportando un aguacero constante. Cuando por fin llegas a casa, se ha inundado la cocina, así que te pasas la noche en vela lidiando con la avería. Duermes dos horas. Al día siguiente, lunes, amaneces a las siete, dolorida, con agujetas, machacada, con los primeros síntomas de un catarrazo épico, jaqueca y ese embotamiento mental de no haber descansado. Eso es la Fibromialgia. Cada día. Todos los días de tu vida. No hay signos externos, ni marcas, ni señales. Como se suele decir, “la procesión va por dentro”. Sí es cierto que, generalmente, engordas. Mucho. Por los efectos de la medicación y porque el dolor va limitando tu actividad lenta y progresivamente. Porque caminar es agotador, tender la ropa un martirio, cargar la compra impensable. El tratamiento no sirve de nada, eso es algo que los propios médicos te comunican con pesar. Sientes alivio el primer mes, quizá dos. Luego lo dejas, porque es estúpido tomar fármacos para nada.

La gente no lo entiende, y no se lo reprochas. ¡Ni siquiera lo entiendes tú! ¿A santo de qué este cansancio? ¿Por qué me duele todo el cuerpo? ¿Por qué hoy no puedo apoyar este pie?, ¿por qué ayer me dolía un codo?, ¿por qué anteayer me dolían las uñas? Es como una lotería con muy mala uva, y sabes que tienes todos los números. Cada día toca. Pero siempre a ti. Echas la vista atrás y comprendes que llevas con esto desde los 18 años (y tienes 36). Recuerdas de pronto cuándo empezaron los cambios en tu cuerpo, cuando pasaste de flaca a obesa, cuando dejaste de ser activa, de moverte, de bailar, de nadar, cuando empezó a ser difícil salir de la cama.

Recuerdas que llevas desde entonces oyendo cosas tipo: “ya está la María Dolores”, “hija de mi vida, qué floja eres”, “eres más vaga que la chaqueta un guardia”, “a ver, reina, ¿qué te duele hoy?”. Lo habías asumido, claro. Eras vaga, comodona, dejada, quejica, insoportable. Tenían razón, obviamente, porque ningún médico te había encontrado nunca nada, ni en la espalda, ni en los pies, ni en la cabeza ni en parte alguna. Quejica, vaga, gruñona. Lo asumes de tal manera que cuando llega el diagnóstico te cuesta creerlo. Luego piensas que rechazaste la epidural siete horas, aunque te la ofrecían desde el minuto uno, que disfrutaste las contracciones hasta que realmente no pudiste más, que no hubo ni una queja ni un lamento (solo gruñidos así por lo bajo) y que pariste riendo y bromeando en quirófano. Recuerdas aquella vez (antes de tener a los niños, por suerte) en que cometiste la torpeza de montar la batidora estando enchufada y te pusiste la palma de la mano a punto de nieve. Estabas sola en casa, te envolviste la mano con rollo de cocina, limpiaste la sangre, te calzaste (no pudiste atarte los cordones, podría haber sido otra desgracia añadida) y pediste amablemente a un vecino que te llevara a urgencias, donde te cosió la mano una chica muy maja a la que le comentaste que era calcada a la jefa de House. No te asusta el dolor ni te impresiona, quizá porque lleva muchos años contigo. No eres quejica, en realidad nunca lo has sido.

Criar a dos niños teniendo fibromialgia es difícil. Levantarte cada mañana te supone un triunfo. La espalda te mata, las jaquecas son casi constantes, tienes vértigo, te fallan los brazos cuando los sacas de la cuna. Los gritos de tus propios hijos te provocan dolor físico, y si llegan a ciertos decibelios dejas de oír por un momento, solo escuchas un zumbido. Se te olvidan las cosas. Antes eras una enciclopedia andante, recordabas la cara, nombre y apellidos de tus compañeras de EGB, incluso de aquellas que solo pasaron un curso o dos en tu colegio. Te sabías los cumples y teléfonos de todo el mundo y jamás tenías que anotar esa cita con el ginecólogo que era dentro de tres meses. Ahora eres como una abuelilla senil, y por la tarde no tienes ni idea de qué es eso que te pidió tu marido que hicieras sin falta, no sabes de qué te habla. Pero lo peor, sin duda, son dos cosas:

La primera, claro, es la culpa. Eres una mala madre. No una malamadre del club, no. Una MALA MADRE. Por las mañanas tu humor es literalmente una mierda. No tienes paciencia ni ganas de nada, no digamos si tus hijos te han dado otra noche de esas de dormir dos horas. Pagas con ellos lo mal que te encuentras, y luego todo es un inmenso sentimiento de ser mezquina, mala, egoísta, despreciable. Tu vida se vuelve un constante intento por compensarles. Te sientes basura.

La segunda es la absoluta e inevitable incomprensión. Las caras de fastidio que ves cuando se te escapa una mueca de dolor o un resoplido. Los reproches porque la casa no está todo lo limpia que debiera. Los comentarios de alguna gente: “¿Fibromialgia? Eso no es lo de las marujas aburridas que se creen que están enfermas?” Las miradas esas que se traducen en: “¿otra vez sentada en el sofá? Tenías que ir a la compra, al banco y a la farmacia, y solo has ido a la farmacia. Pues ya me dirás por qué estás cansada, maja”. Dejas de quejarte, porque tú misma te aburres de oírte, cómo no van a hartarse los demás. Ya no comentas nada, y, pese a la mala leche que siempre has tenido, dejas de replicar. Estás más triste que enfadada. Te hacen daño esas miradas, esos gruñidos, pero te callas. Pasan meses enteros sin que nadie de tu entorno te pregunte: “¿cómo estás?”. Tu dolor se hace invisible y tú también. No son pocas las veces que te llegas a preguntar si tener hijos no habrá sido el peor error de tu vida. Temes que no podrás con ello, temes no estar pudiendo, de hecho. Temes ser un enorme fracaso como madre, un fracaso que pagarán ellos. Que pagan ellos. Se te rompe el corazón cuando no puedes evitar el gesto de dolor al levantar a uno de tus hijos en brazos y él te mira con carita de susto y te dice: “mamá, no te enfades”. No estás enfadada, claro que no, y menos con ellos. Es solo que te duele todo, como siempre.

Esto de ser madre es duro de narices. Para todas, estoy segura. Sí, conocemos de sobra la parte maravillosa, la felicidad, el amor incondicional, el milagro de verles crecer, las risas que nos provocan. Es pura magia. Pero hay que sudarla también. Luego pienso en las madres con esclerosis múltiple, o sentadas en una silla de ruedas, o peleando contra un cáncer, y me digo: “¿pero de qué te quejas, tarada?,¿cómo te atreves?”. Mi admiración por esas madres que nunca pierden la sonrisa ni la paciencia es indescriptible. ¿Cómo lo hacéis? ¿Sois conscientes de lo maravillosas que sois? Con todo, hoy no pienso en ellas, pienso en las otras, en las que gruñen, o se esconden en el baño para llorar, en las que sueltan cagamentos y se fustigan, en las que pegan un grito a sus hijos y luego corren a abrazarlos. En las que viven cada día con el dolor y con la culpa.

Hay días (demasiados) en los que abriría la puerta y me largaría un mes a un hotel cualquiera. A dormir. Solo eso, a dormir. A estar sola y en completo silencio. Me consuela y me fortalece pensar que no lo hago, que con mis diez millones de defectos y con todos mis errores sigo aquí y me levanto cada mañana, y me voy a la habitación de mis hijos entre ‘ays’, ‘memueros’, tropiezos, ‘pordiosnogritéis’ y ‘yonopuedomás’. Con mi cara de ogro y mis resoplidos que mis enanos saben ya imitar a la perfección. La verdad es que me sigo levantando por ellos.

Si lo terminaron, muchas gracias. Sé lo particular de leer algo tan extenso. Buenas madrugadas.
Brenda.

Comentarios

Entradas populares